viernes, 22 de enero de 2016

Don Bolero


    ESCRIBO desde el Spa, uno peculiar, sui géneris y típicamente atípico. Sí, hay agua y me da salud; el agua de las fuentes que se extienden a lo largo de una peatonal por la parte central y que deja dos anchos corredores laterales por los que se despliegan pequeñas carpas comerciales en forma de tianguis. Mientras, yo recibo mi masaje de pies al tiempo que suaves bocanadas de viento bajo un pequeño toldo en una silla elevada hacen lo propio con mi rostro deshidratado. No, no hubo necesidad de descalzarme públicamente, de hecho es precisamente sobre mis zapatos negros que el señor septuagenario, el de las manchas negras en las manos, mirada triste tras los espejuelos, espalda encorvada y cabello entrecano, hace uso de sus habilidades y destreza con el cepillo, la franela y los dedos sobre el cuero que alberga mis tropiezos. Eso sí, su camisa azul cielo de manga larga bien planchada, su mandil recortado hasta las rodillas y su peinado firme de gelatina extra fuerte, denotan la formalidad y seriedad con que toma su trabajo; uno cada vez más escaso, cada vez más olvidado. Me pregunto a qué hora abre y cierra, cuántos clientes llegan a su Spa de plaza pública, qué tanta es su preocupación y ocupación por tener y mantener las necesidades de él y los suyos al agitar vigorosamente los pelos de caballo en un cepillo con la mano derecha, mientras con la izquierda sostiene su cansancio en la base de mi silla, qué digo silla; de mi trono, porque su trato, esfuerzo, aplicación y precisión harían sentir rey a cualquiera.

Observo el paisaje a mi alrededor con la sonrisa discreta de quien se enorgullece y silenciosamente agradece que Don Bolero hoy sí haya abierto su Spa. El sol a tope, el azul en lo alto y la música de altos decibeles interpretada por José José, salen de unas bocinas poco ortodoxas y muy viejas a las afueras de un local de discos -sí, esos objetos circulares con canciones que pululaban en la era pre digital- son la escenografía perfecta de ese acto de la cotidianeidad repleto de actores y pocos espectadores en el gratuito teatro de la vida; ese ágora posmoderno cuyo telón ha sido removido a todas alas. Entre los actores de mi Spa, hay gente variopinta que se entretiene con el agua cristalina de las fuentes que caen a su base color verde lama. A lo lejos se divisa la cúpula amarilla del templo de san Agustín como vigilante de varios siglos de edad, con su enhiesta torre de cantera. En la medianía, una joven de vestido largo en color naranja posa en el borde de la fuente para una instantánea ante la mirada complacida de los transeúntes. Niños pequeños sonrientes corriendo, no, no; huyendo de sus despavoridos y molestos padres. Una pareja de octogenarios va del brazo con paso trastabillado y lentísimo, pero con la firmeza del querer bien puesto entre los dos. Turistas de apariencia internacional se maravillan con el edén urbano que los rodea, al tiempo que el otrora “Príncipe de la Canción” se baja de la bocina para ceder el turno a Marisela que interpreta "Enamorada y herida" como en sus mejores años.

— ¡Servido, joven!— me devuelve a la realidad de mi ubicación geográfica y temporal la voz arrastrada de Don Bolero que indicaba que mi masaje había terminado. 

Dejo el paraíso de esta plaza pública – la Plaza Tapatía - que vivió su plenitud hace más de cuarenta años, cuando la modernidad se pintaba en colores post sepia. Me dirijo de nuevo a mis actividades después de este escape al paraíso; porque sí, el paraíso no es un lugar, es un momento.

Hoy sí abrió el Spa. Gracias por hacerlo, Don Bolero.

Por: El Rufián Menor

5 comentarios:

  1. Muy bueno, que bonito escribes. Imagine cada situación, gracias.

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    1. Mil gracias por la lectura, solo dejo que las manos hablen lo que los ojos escuchan.

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  2. Muy bueno, que bonito escribes. Imagine cada situación, gracias.

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  3. como cancion de Chava Flores, Leche, tu té, chocolate, tu avena o café;
    te sacaba las muelas picadas, dejaba las buenas;
    pasas, el chicozapote, frijoles con miel;
    había métodos, tubos o huevos o platos o leña.

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    1. Como canto urbano de coplas de colores que pintan el asfalto de muchos calores.

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